El Ladrón que Llevamos Dentro
El miedo es un ladrón que no forza cerraduras ni rompe ventanas. Se cuela en silencio, en los instantes en que la vida nos pide un salto, y nos convence de quedarnos quietos. He sentido su garra demasiadas veces: en la llamada que no hice, en la puerta que no toqué, en el sueño que guardé bajo llave porque parecía demasiado grande. Cada vez que el miedo gana, algo se pierde —una amistad, una oportunidad, un pedazo de mí mismo. Pero también he aprendido que el miedo no es el fin; es un desafío. Cuando lo enfrentamos, no solo recuperamos lo que nos robó; abrimos caminos para que otros encuentren su propio coraje. Esto es lo que creo: el miedo nos detiene, pero cruzarlo nos transforma, y al hacerlo, podemos ayudar a alguien más a dar su propio paso.
Recuerdo un atardecer en una calle ruidosa, cuando vi a un amigo de la infancia al otro lado de la acera. Quise gritar su nombre, correr hacia él, pero el miedo me frenó. ¿Y si no me reconocía? ¿Y si el tiempo había borrado lo que fuimos? Me quedé parado, viendo cómo se alejaba, y esa noche el silencio pesó más que cualquier palabra no dicha. El miedo me robó un reencuentro, una risa que nunca llegó. Pero no siempre he cedido. Una vez, con el corazón acelerado, escribí a alguien que había herido sin querer. Temblé al enviar el mensaje, temiendo su rechazo. Cuando respondió, no solo sanamos una herida; recuperamos un lazo que el miedo casi destruye. Cruzar ese umbral, aunque fuera aterrador, me enseñó que el miedo no es más fuerte que el deseo de conectar.
El miedo también nos roba sueños. Hubo un momento en que quise cambiar de rumbo, dejar un camino seguro por uno incierto. Pero mi mente dibujó mil desastres: fracasar, decepcionar, quedar solo. Me quedé donde estaba, y aunque parecía seguro, ese lugar seguro era una jaula. Luego vi a una mujer en un mercado, vendiendo flores que ella misma cultivaba. Me contó que había dejado un trabajo estable para seguir ese sueño, a pesar del miedo a no tener suficiente. “El miedo no se va,” me dijo, “pero caminas con él.” Su historia me dio el empujón que necesitaba para dar mi propio salto, y aunque tropecé, cada paso me hizo más libre. Creo que el miedo nos paraliza cuando lo vemos como un muro, pero si lo vemos como una puerta, todo cambia.
Lo más poderoso que he aprendido es que enfrentar el miedo no es solo para nosotros; es un regalo que podemos dar. Pienso en un niño que conocí, temblando en un parque porque había perdido su balón favorito en un grupo de chicos mayores. Quise ayudarlo, pero temía meterme, temía no saber qué decir. Al final, caminé con él, le hablé a los chicos, y el balón volvió a sus manos. Su sonrisa fue mi recompensa, pero más que eso, fue un recordatorio: cuando vencemos nuestro miedo, mostramos a otros que ellos también pueden. No se trata de ser héroes, sino de estar ahí. De escuchar a un amigo que teme confesar su dolor. De animar a alguien a perseguir un sueño que el miedo ha enterrado. Cada vez que ayudamos a alguien a cruzar su propio miedo, el mundo se hace un poco más valiente.
No creo que el miedo desaparezca. Es parte de ser humano, como el latido del corazón. Pero creo que podemos elegir no dejarlo ganar. Hoy, si el miedo me susurra que me quede quieto, pienso en lo que perdí y en lo que gané al moverme. Llamo a esa persona que extraño. Digo lo que siento, aunque mi voz tiemble. Doy un paso hacia un sueño, aunque sea pequeño. Y cuando veo a alguien detenido por su propio miedo, le tiendo una mano, no porque sea valiente, sino porque sé lo que es estar parado al borde. El miedo nos roba, pero no tiene que definirnos. Cada paso que damos, cada mano que extendemos, es una forma de reclamar lo que es nuestro: la posibilidad de vivir, de conectar, de ser.